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viernes, 10 de diciembre de 2010

Un título para mi madre.


Por Efraín Otaño Gerardo
(...)
Sobre el recuerdo regreso
a lejanas travesuras
que ella envolvió con ternuras
en el celofán de un beso.
Gabriel Llanes (Poeta camagüeyano)

Pienso en mi ayer sin enojos
mi ayer de trillos y risas
y me adormecen las brisas
que baten desde sus ojos,
se complacen mis antojos
con ese tierno suceso,
porque en sublime embeleso
casi no siento los pasos,
y dormido, entre sus brazos
sobre el recuerdo regreso.



Siempre mi madre ha sido así. A pesar de que pronto cumpliré mis primeros 46 años, ella sigue viéndome como su niño mayor. Como si el tiempo estuviera quieto en aquellos montes del Maíz, donde la ingenuidad rozaba con la ignorancia. Allí nací, allí aprendí a caminar... y perdí los dientes de “leche”. Y allí aprendí, bajo la tutela de mi madre a poner mi nombre. Y a leer.
 (...)
A los seis años vivíamos en un lugar llamado La Criolla. Bateycito de “gallegos” solitarios que más que ser comunicativos eran ariscos y poco sociables, quizás por haber vivido tantos años en el abandonado paraje de la ciénaga.
 Era una “chismosa” o farol, la luz del rancho de guano y tabla que nos servía de hogar, de piso de tierra, donde mi reina casera se esmeraba por envolver con cenizas, aquel piso, para mantenerlo de la manera más limpia e higiénica posible. Dándole durante gran parte del día, brillo a sus jarritos de aluminio, echándole comida a sus gallinas, recogiendo sus huevos para alimentar la familia, almidonando los pantalones de mi papá, para luego plancharlos con aquellas planchas que se calentaban en las hornillas de carbón, único combustible doméstico para todo lo que llevara fuego.
Porque es la madre el horcón
que sostiene un fiel aliento
y refugia el aposento
donde vive el corazón.
Es la madre la canción
que llega hasta las alturas,
y entre sus caricias puras
te repletas de cariño,
y retornas, como un niño
a lejanas travesuras.

Entré a una escuela por primera vez a los 8 años. Ya nos habíamos mudado para Pálpite, un batey mucho más grande que los anteriores, donde pude chocar por ¡primera vez en mi vida de niño, con otro infante de mi época! A la edad que entro a la escuela, es fácil deducir que estaba desfasado en el grado escolar que me correspondía. Estuve una semana en primer grado. Los maestros decidieron pasarme para segundo porque yo dominaba a la perfección los conocimientos correspondientes a ese grado inicial. Mi única maestra: mi madre. Leía el ¡periódico! Veinte días después decidieron, por segunda vez en menos de un mes, pasarme definitivamente para tercer grado. No les era posible mantenerme en el grado segundo porque era sumamente inquieto y realizaba con facilidad y con mucha rapidez lo que los demás niños estaban dando. Una vez más, mi madre se llevó las palmas por haberme enseñado todo lo que sabía.
No es para que nadie piense que soy una eminencia ni un niño prodigio, solo los conocimientos se correspondían con la edad y con lo que me había trasmitido mi hada madrina.

Mis infantiles recuerdos
me llegan cuando la miro,
cuando en sus piernas suspiro,
cuando en sus manos me pierdo,
cuando imaginando, muerdo
dulcísimas raspaduras,
cuando pienso en las monturas
 de mis caballos de palo
y veo cada regalo
que ella envolvió con ternura.

 Después vendría la época difícil de la adolescencia y la “becadera” en Jagüey. Triste época de trabajos, de maltratos, de ni se sabe cuántas cosas más que suceden alejados del calor de la casa.
Inolvidable para mi el día que, embullado por un par de “socios”, no quería regresar a la escuela.
Me parece verla ahora. Plantada como una gallina fina, sin retroceder ni un milímetro, aunque después supe que se estaba muriendo de dolor por dentro:
-“Te vas ahora mismo para la escuela, porque aquí, no te vas a quedar”
- “Yo no me voy a llevar ni abrigo, ni nada”- contesté con rebeldía.
- “Pues, así mismo te vas, y no hay nada más que decir”- sentenció con firmeza.
El primer premio a esa decisión fue el título de Técnico Medio en agronomía.
 Mi vida  profesional y laboral ha transcurrido de manera más o menos estable. Buscando a cada paso el sostén espiritual que me guíe a formas más elevadas de estados mentales equilibrados.
 Ingresé a finales de los 80 en el Instituto Superior de Ciencias Agropecuarias de la Habana. Cursaba el tercer año de ingeniería en mecanización cuando nació mi hija más pequeña y junto con ella, el Periodo Especial, que no era tan especial, y conllevó a dejar los estudios universitarios para venir a mi tierra de carbón y canales a luchar por la supervivencia.
Pero nacería de nuevo en el 2004 el deseo de alcanzar el título de graduado universitario, bajo el aliento siempre perenne de mi madre.
Vino la Universalización de la enseñanza superior a la Ciénaga de Zapata y con ella la oportunidad de lograr ese sueño, más de mi madre, que mío. Y estudié. A veces bajo los embates de problemas familiares, laborales y de todo tipo, en fin...
El 8 de diciembre de 2010,  a las 12 y 59 minutos de un día frío, y bajo una llovizna muy fina, salía del salón de la Universidad de Matanzas, con la declaración del tribunal académico que me anunciaba como... “Licenciado en estudios Socioculturales”.
Mis primeras lágrimas para mi madre. Estaría orgullosa de su niño mayor. Las primeras lágrimas por ella, que me alentó siempre a esa máxima categoría de luchar por cada día avanzar un paso más. Por ser cada día mejor ser humano. Gracias mami, ese título es tuyo, yo solo te representé en mis andanzas estudiantiles. Gracias mami, por existir.

Seré eterno vigilante
de su andar y de su sueño,
seré su hijo risueño,
seré su bebé gigante,
seré su amigo, su amante,
seré su niño travieso,
y por siempre estaré preso
en maternales delicias
para guardar sus caricias
en el celofán de un beso.








3 comentarios:

  1. Preciosoooooooooooo !!! No hay regalo más grande para una madre que la gratitud del hijo.

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  2. Esta madre tiene que sentirse inmensamente feliz,de tener un hijo asi,de agradecido.
    Es una persona muy noble al decir esto.

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