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viernes, 3 de diciembre de 2010

El cayo de los misterios

Efraín Otaño Gerardo

A Tomasito Moreira, por su afición a la pesca… a pesar de los vientos,

A “Pepe” Ríos y “Pepe” Pico (los dos Pepes),
por sus conocimientos de marinería,

a todos los pescadores de la Ciénaga de Zapata



Capitulo V


La partida

A
l ver las tumbas de los hombres que la habían desfigurado y abandonado en el cayo, me asombré. ¿Ella misma, con sus propias manos, les había quitado la vida? ¿Habría sido capaz de aquello? ¿Cómo sucedió todo?

-          No fui yo, aunque me hubiera gustado hacerlo, ¡tenía tanta rabia, tanto odio!; pero lo cierto es que yo no tuve nada que ver, se mataron entre ellos mismos- comentó.

Yo quedé perplejo. Si lograra salir de aquí seguro escribiría esta historia. Cada momento me reparaba una nueva sorpresa.

-          Regresaron al cayo, tal vez para llevarse la caja que se les había quedado o sencillamente para cerciorarse de que estaba muerta. Cayendo la tarde apareció, a lo lejos, la embarcación. Escondí, como pude la caja y todo lo que pudiera delatar mi presencia y me escondí en un montecito cercano a la playa, desde donde pude observarlos. Los vi llegar, discutían: “Se les fue la mano, les digo que se le fue la mano”; “Oye, Juancito, lo que dice Carlos; ahora resulta que nosotros dos somos los culpables”; “Ve a ver, Carlos, no te vayas a echar pa´tras, consorte. Si hay una muerta, la muerta es de todos. Ve a ver, Carlos, ve a ver”; “De todos no, de ustedes. Sépanlo bien, de ustedes”

Respiró profundo. Yo la miré y pasé mis manos sobre sus brazos, dándole ánimos  para que continuara aquel increíble relato. Se sentó en un tronco caído. La imité y con mayor confianza en mí continuó:

-          Al oír aquello le fueron encima a Carlos y él, de repente, sacó un cuchillo que le enterró a Juancito varias veces, en el pecho. Mientras Carlos hacía esto, el otro lo golpeó con fuerza en la cabeza con una piedra que acababa de coger. Antes de caer al suelo, Carlos le cortó en el cuello, mortalmente. Con las últimas fuerzas, derrumbados en el suelo, siguieron golpeándose hasta que desfallecieron por completo.

Al llegar a esta parte del relato pensé que quien iba a desfallecer era ella. Lloraba por la emoción. Para mí estaba claro que se estaba despojando de un gran peso que llevaba encima al descargar todo este odio por primera vez con alguien. Tenía que calmarla. Volví a emplear la técnica de pasarle varias veces mis dedos por sus cabellos. Parece que esto le hizo bien, porque después de una breve pausa siguió contando aquella inverosímil historia.

  -     Como estaba un poco lejos, no podía ver con exactitud el estado en que se hallaban, solo cuando pasaron unas cuantas horas me acerqué con mucha precaución, estaban muertos. Al otro día los enterré- Sentencio y se calló.

Se quedó mirando a lo lejos, hacia la inmensidad del universo, como si de pronto se hubiera trasladado hacia el momento en que ocurrió todo aquello. La dejé estar así largo rato, buscando su relajamiento, hasta que salió de su estado y me dijo:

-          Como me habían convertido en un monstruo, decidí quedarme aquí. Pero existía un problema. A cada rato por el cayo aparecía algún pescador. Cada vez que llegaba uno, me escondía. Así estuve hasta que tuve una idea. Gente de Ciénaga como son, creen mucho en las supersticiones. Me aproveché de eso y mira lo que hice: todas las noches me colocaba en la orilla,  y comenzaba a gemir, a quejarme fuertemente. Eso es lo que tú me has visto hacer. Ellos se impresionaron, inventaron la leyenda del cayo de los misterios, y se apartaron de aquí.

Tan impresionado como estaba pude preguntar:

-          Tan sola como estabas, ¿en ningún momento se te ocurrió tratar de salir, pedir ayuda?
-          No
-          ¿Seguro? ¿no extrañabas a nadie, no tienes familia?

Cuando le pregunté eso, huyó. Su silueta se perdió en la oscuridad de la noche.

Pensando en su extraña escapada me dormí. Ella misma fue la encargada de despertarme en la mañana.

-          Esto es lo que siempre me a hizo dudar; es mi hija- dijo poniendo entre mis manos una foto de la muchacha- ¡Siempre la llevo conmigo!

  Corrían abundantes lágrimas por sus mejillas, o por  donde en algún momento estuvieron. Pude ver más cerca  la deformación de su rostro  Era impresionante. Viró  con pena  su cara.
-          Si al menos  pudiéramos salir  de este cayo, tuvieras remedio, yo pudiera ayudarte – le dije con el suficiente tacto como para no herirla, tratando de hacerla sentir mejor.
-          ¿Lo harías? ¿Lo prometes?
-          Si, lo prometo- le aseguré, aunque a ciencias ciertas no sabía si iba a poder.
Entonces salió hacia la  explanada. Fue como un “sígueme”.
Lo hice y penetramos en el agua hasta llegar a su “trillo aéreo” sobre los mangles, a mitad  de camino, antes de llegar a tierra firme donde estaba su “vara entierra”, bajó  y torció  a la derecha por un muy bien disimulado canalizo, comenzó  un divertido juego: apartaba raíces que daban la impresión de estar incrustadas en la tierra y que sin embargo estaban cortadas a mitad de agua, en aquella zona no pasaba de las rodillas. Llegamos a un pequeño limpio donde el agua era un poco más profunda, y allí se encontraba un confortable bote de motor de muy buen aspecto. La abracé – porque no decirlo –contra mi pecho y la besé en la frente como a un ser divino. Y lloramos, lloramos incluso cuando doblamos por Punta Palmilla, rumbo a la bahía.




(Continuará...)

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