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domingo, 21 de noviembre de 2010

El cayo de los misterios



Por Efraín Otaño Gerardo


A Tomasito Moreira, por su afición a la pesca… a pesar de los vientos,

A “Pepe” Ríos y “Pepe” Pico (los dos Pepes),
por sus conocimientos de marinería,

a todos los pescadores de la Ciénaga de Zapata.

(Cuento por capítulos, para que lo sigas...)

 Capitulo I.


SOLO EL COMIENZO


El mar batía furioso sobre el pequeño bote, poniendo en peligro el destino de nuestra expedición.
Fue de pronto la propuesta de Daniel para que lo acompañara a pescar en los bajos del sur de Punta Palmilla, en la península de Zapata, y a pesar de no contar con experiencia para estos menesteres, acepté, por ser un ferviente aventurero.
Sabía de antemano, por los cuentos oídos de boca de los más connotados pescadores de la zona, que la travesía no era nada fácil, debía ser de noche, para evitar encontrarse con los guardacostas y bordeando  el litoral, encontrarnos con el paso obligado de Punta Brava. Nuestro bote medía apenas cuatro metros y las olas, cuando hay marejada, llegan a alcanzar entre seis y ocho metros. La curiosidad por conocer nuevas tierras y el deseo de emprender una aventura que me sacara del quehacer cotidiano era más fuerte que el temor a cualquier percance.
Sin embargo, la realidad es siempre distinta a las especulaciones, y encontrarme en medio de una terrible marejada que amenazaba con virar el bote, hizo que el miedo se apoderara de nosotros.
Cuando un ser humano está en peligro experimenta que el tiempo se detiene y un corto espacio de este  te parece una eternidad. Lo digo porque no se cuántos minutos pasaron desde que comencé a sentir ese temor que me calaba los huesos y el inesperado choque que se produjo entre el bote y algo duro que sobresalía de las aguas.


De repente me vi tirado por los aires hasta ir a dar contra una enorme ola que rompía cerca.
Mis conocimientos de natación son escasos, sin llegar a decir que no sepa nadar, además, la situación en la que estaba repentinamente, hicieron que se multiplicaran mis esfuerzos haciendo que mis braceadas me mantuvieran a flote por unos minutos.
El mar embestía con más fuerzas y las mías se agotaban. En ese momento pensé en tantas cosas que mi mente no logró definir ninguna, solo mascullé:
-“Le zumba venir a morir ahogado”-
Estaba a punto de perder toda esperanza de salvación cuando, por cosas del azar, veo el bote flotando con el fondo hacia arriba.
Logré que una de mis manos alcanzara una tabla, que al chocar se había partido en dos.
Un nuevo “sacudión” del mar  me vino encima, pero mi brazo sostuvo el bote con firmeza y me mantuve asido. Las olas mantenían su endemoniado vaivén y mis brazos comenzaban a flaquear cuando una de ellas me elevó hasta su extremo superior y me arrojó con fuerzas hacia delante.
Un violento impacto contra algo muy sólido me hizo perder el conocimiento.
No tengo idea de lo que pasó después. Al abrir los ojos observé difusamente el brillo de un candil, traté de incorporarme, pero mi estado físico me lo impidió y en pocos segundos volví a perder la comunicación con el mundo exterior.
Recobré el conocimiento al tiempo que una suave brisa rozaba mi rostro. Ésta vez veía nítidamente el lugar donde me encontraba: un “vara en tierra” de los que construyen los pescadores para pernoctar  algunos días en sus andanzas por estos lares. Ya no era el candil el que alumbraba, sino los rayos de sol a través de la abertura de entrada. Moví las manos y me di cuenta de algo en lo que no había reparado: ¡estaba vivo!


Me incorporé con mucha dificultad. Una de mis piernas estaba vendada con un trozo de lona, la cabeza me dolía por todas partes, mis brazos magullados hasta el infinito.
Estuve varios minutos mirando a mí alrededor y sólo entonces comencé a hacerme algunas preguntas: ¿cómo había llegado hasta allí?, ¿dónde me encontraba?, ¿quién me había llevado a ese lugar?, ¿qué había pasado con mis compañeros?
Observé minuciosamente el vara en tierra. Nada que diera la idea de la existencia de algún ser humano, ni siquiera el candil del día anterior. Comencé a preocuparme, aquello me daba mala espina, alguien debía haberme recogido después del impacto que hizo que perdiera el conocimiento, alguien me colocó la venda y alguien había colocado el candil, no podía ser alucinaciones mías todo aquello que estaba viviendo.
No estaba recuperado del todo, por lo que fue imposible levantarme, al intentar hacerlo perdí el equilibrio y me fui de bruces contra la hamaca. Solté un carajo de impotencia, pero qué podía hacer en tan mala situación.
-“Si me han ayudado hasta ahora, el que sea, seguro lo seguirá haciendo”-dije consolándome, y me dejé caer en el inmejorable lecho.
No perdí más el conocimiento, porque comencé a tener noción del tiempo. Veía desde el interior del “vara en tierra” como el día iba declinando y la noche por llegar.
La presencia de una gran cantidad de mosquitos y jejenes se hizo más notable, sentí unas terribles náuseas, provocado quizás, por  las horas que llevaba acostado. Quedé momentáneamente embelezado, tiempo suficiente para que, al abrir los ojos, encontrara frente a mí, un recipiente hecho con el cascarón de un coco, repleto de un humeante caldo. Miré rápido hacia el exterior, pero no atisbé nada.
A pesar del ser misterioso que no quiso dar la cara, el hambre que sentía hizo que mi interés se concentrara en la inesperada cena.
Tomé con apetito aquel líquido (el sabor suponía estar elaborado con alguna especie marina), en lo que una  suma nada despreciable de “jaguelles”-especie de mosquitos culilargos que habitan esta zona- invadían el lugar. El plagazo impidió una sobremesa adecuada y me obligó a buscar refugio debajo de una lona que oportunamente servía de frazada. El abundante brebaje, junto con mi convaleciente estado de salud, logró que me quedara profundamente dormido durante toda la noche.

(Continuará…)

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