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martes, 30 de noviembre de 2010

El cayo de los misterios


Efraín Otaño Gerardo


A Tomasito Moreira, por su afición a la pesca… a pesar de los vientos,

A “Pepe” Ríos y “Pepe” Pico (los dos Pepes),
por sus conocimientos de marinería,

a todos los pescadores de la Ciénaga de Zapata
 
Capítulo IV

La confesión

M
iré al interior de su “morada”. Muchas cosas recogidas hacían suponer que estaba pendiente de cualquier naufragio  para abastecerse. Cajas plásticas que contenían telas muy limpias, algunas cazuelas, vasos y otros utensilios tal vez llegados al cayo por casualidad (y a mí me servía en jícaras y platos de cascarones de coco). Por supuesto que lo hacía para despistarme.

Ya casi al anochecer fui hacia las cercanías del promontorio donde antes había visto a la mujer realizando una especie de rito nocturno. Esperé. Ella, al poco rato, ya en plena oscuridad, apareció. Andaba con un velo que le cubría el rostro.

-          Siempre pensé que no iba a perdonar a los hombres, pero me equivoqué – comenzó diciendo con voz apagada- Al verte flotando en la playa, casi ahogado, me di cuenta que no tenías culpa de lo que me hicieron y te recogí.

Quise decir algo y me interrumpió.
-          Hace diez días que llegaste, más muerto que vivo. Aquella tarde, casi oscureciendo, descubrí el bote en que venías. Vi como el mar lo zarandeó, vi como lo viró y como finalmente lo retrucó contra los arrecifes. Solo te salvaste tú.
Pausa. El mar estaba tranquilo y la suave brisa amortiguaba la plaga. En definitiva lo interesante del relato lograba que no sintiera ni las picadas de los mosquitos. Continuó.

-          Llegaste a la orilla muy magullado y sin conocimiento, te dejé vomitar el agua que habías tragado y con mucho esfuerzo te llevé al vara en tierra de la playa. Te cuidé como cinco días pensando que no abrirías más los ojos, pero al sexto lo hiciste por unos segundos. Por poco me descubres, la suerte que te miraba cuando comenzaste a reaccionar y moverte. Tuve miedo de que me vieras, preferí esconderme y…
-          ¿Por qué tuviste miedo de mí?¿Es qué estoy tan feo, parezco un monstruo marino- le pregunté, en tono de broma, sonriendo, para tratar de contrarrestarle tono solemne con el que ella me hablaba, y ganar más en confianza.

Pero enseguida comprendí que había metido la pata. Ella quedó en silencio. Se puso inquieta. Empezó a tirar piedrecitas al mar. Hasta que de pronto se quitó el velo que le tapaba la cara y dijo:

-          ¡El monstruo soy yo, mira!

Tenía el rostro desfigurado. Era en verdad espantoso. Se quedó mirándome, como valorando la reacción que me provocaba aquello. Me mantuve sereno, aunque en verdad estaba muy impresionado. Pero tenía que  permanecer así, para que ella no fuera sentirse rechazada, ofendida por mí.

-          Esto se lo debo a ustedes, los hombres; por eso es que me había prometido odiarlos para toda la vida- gritó con rabia, haciéndose eco en la inmensidad de la noche.


 Me coloqué a su lado. La abracé como un buen amigo. Las lágrimas empezaron a brotarle y entonces fue narrándome, poco a poco, su historia.

-          Hace más de un año me enamoré de un pescador, un día me trajo a este cayo. Con él venían dos hombres más y al llegar aquí me violaron. Carlos, como se llamaba esa bestia que era mi novio, se reía mientras miraba, mientras disfrutaba lo que ellos me estaban haciendo. ¡Denle con to´a esa puta!, se jactaba el muy animal.

No lo podía creer. No era posible que quedaran gente de esa calaña. Pero le creía en su totalidad, hablaba con pasión y vergüenza.

-          Luego me arrastraron por el diente de perro de la orilla, dándome por muerta, y se fueron. Por la mañana, como pude, me fui levantando. Lo primero que hice fue lavarme en el mar. Quitarme de encima cualquier huella de ellos que me hubiera quedado. Después fui curándome yo misma. Por suerte, se les había quedado una caja con bastantes provisiones, avíos de pesca, agua y una botella de alcohol de 90. También otras cosas que me fueron muy útiles.

Pasó su mano por el rostro como recordando los dolores que debe haber sufrido al curar aquellas heridas horribles.

-          En aquellos momentos, lo más importante fue el alcohol para limpiar mis heridas, que vendé con los ripios de pulóver que me quedaron. Esa es una parte de la historia, y la otra, ahora te la voy a contar.

Me tomó de la mano y me condujo por toda la orilla, llevándome a un lugar que no conocía; era admirable la facilidad con que se orientaba en la oscuridad a través de un tupido yanal. Con toda seguridad recorrió aquel disimulado trillo muchas veces. Nos paramos en un claro de apenas 10 metros cuadrados, y en la claridad de la luna distinguí tres elevaciones hechas de arena.

-          Son sus tumbas, ya pagaron- aseguró con odio.
-          ¿Fuiste tú?- quise saber.




(Continuará…)



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