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martes, 23 de noviembre de 2010

Muñeco Viejo.



Por Efraín Otaño Gerardo

“...a los viejos, a mis viejos
les enseñaría que la muerte
no llega con la vejez, sino con el olvido.”

Autor desconocido o
alguien de cuyo nombre no logro acordarme,
parafraseando a Cervantes.


A Carmen Ríos, por su idea...
A Nilda, mi vieja.

Las pesadillas comenzaron tres días después de que mi hija menor me obligara a acompañarla a un basurero para recoger materias primas y  así ganar la emulación en la escuela.
El causante de mis pesadillas, o mejor dicho; lo que siempre aparecía en ellas, era un viejo muñeco que me negué a llevar para la casa en esa ocasión, pero sin lograrlo, pues mi hija, como siempre se salió con la suya y lo recogió a pesar de su mal olor y deterioro.
La regañé muy duramente por su insistencia en querer llevárselo, y le dije que no lo quería entre sus juguetes.
En cuatro o cinco oportunidades, cada vez que lo veía, lo botaba hacia el patio, pero mi hija –matraquillosa al fin- lo volvía a recoger.
A la tercera noche de aquello comenzaron las pesadillas en las que el mencionado muñeco me chiflaba al oído, y otros como él me ponían zancadillas o aparecían de pronto junto a mis ojos aumentando de tamaño y haciéndome infinidad de muecas desagradables; un torrente de caretas arrugadas se reían de una forma muy extraña hasta hacerme despertar de un salto y emitir algo más que un grito, movilizando a todos en la casa por mi (podemos llamarlo) chillido de terror.
Mis pesadillas continuaron por tres noches consecutivas, donde ni yo dormía ni dejaba dormir a nadie. Mi esposa entonces me propuso ir al médico
Al asearme y echar un vistazo al patio divisé el muñeco de mis pesadillas. Estaba debajo del limón, tal y como lo tiré la tarde anterior. Lo miré con odio. Caminé rumbo al consultorio  del Médico de la Familia. Dos embarazadas cuchicheaban.
“El médico está en el Círculo de abuelos”, me dijo una de ellas sin haberle preguntado y continuó en su entretenida conversación.
Me asomé por curiosidad a la calle. Allí estaba el médico con un grupo de viejitas que intentaban hacer ejercicios. No hice más que reír. Tomé asiento con la idea de esperarlo y, debido quizás al reiterado insomnio que ya duraba tres días, me quedé momentáneamente embelesado.
Una risa de muchas caretas arrugadas me despertó de atajo, miré asustado a mí alrededor y atisbé a través del cristal de la puerta a las viejecitas del círculo con sus “caras arrugadas” contagiadas en una estruendosa carcajada.
Mi rostro comenzó a transitar por diferentes matices de colores hasta que susurré:
“¡No puede ser!”
Volví a sentarme y ni siquiera noté cuando el médico comenzó a consultar, tampoco, según me dijeron muchos día después, oí cuando me llamaba reiteradamente.
Me levanté por inercia, y lejos de entrar en la consulta, salí lentamente hacia mi casa. Lo comprendí todo en aquel momento. Mis pesadillas eran un castigo a mi conciencia, un llamado a lo profundo del alma. ¿Por qué estaba despreciando al muñeco viejo? ¿Por qué no le daba importancia a los ejercicios de los viejitos?
“¡No puede ser!”, repetí.
Por mi memoria pasaron entonces todos ellos:
El viejo Domingo, obrero ejemplar, quien camina en soledad por el deshojado parque de su calle sin que ningún muchacho del barrio le dirija un saludo ni se interese por sus historias de huelgas y sindicatos; a Manolo, sordo a causa de una bomba que le cayó cerca cuando lo de Girón y que recibe por eso la burla de los más jóvenes que no conocen el porqué de su sordera; a Juana Rodríguez, la que fue cocinera en la escuelita primaria, con sus manos encallecidas y casi sin poder caminar, asomándose al jardín de la escuela para ver, con lágrimas en los ojos, sin que nadie advierta su presencia, a los niños cantando el Himno Nacional; a María, que crió sola a sus nueve hijos, y cada uno cogió –o eligió- su propio rumbo fuera de la Ciénaga, y hoy “sus obligaciones” le impiden venir a verla; a Tomaza, que perdió a su único hijo en Angola cumpliendo una misión internacionalista, y camina con ayuda de su bastón hacia la placita para hacer la cola de la vianda, en la cual, ninguno de nosotros le cede su turno.
Y recordé a muchos otros que ya no están y que el día de su entierro fuimos para cumplir con el “pobre difunto que era muy buena gente”
Entonces comprendí mi injusticia. Era yo el único culpable, o quizás no fuera el único. Podrán haber otros como yo que olvidamos que una vez ellos fueron muy útiles, que todavía son imprescindibles.
Mi vista estaba fijada en el viejo muñeco que yacía en el patio, nublada por las lágrimas que me corrían y sin articular palabra alguna fui hacia él, lo tomé y apreté contra mi pecho.
Ahora está como uno más en  la caja de juguete de mi hija menor. Para siempre.

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